Aprender y construir juntos

 

Por Andrea Montero

 

 

 

“Nos sentimos escuchados”, afirmó Víctor mientras movía levemente la cabeza hacia la derecha, gesto habitual en él cuando participa en una conversación. Esa breve afirmación, que me resonó en los oídos, me hizo reflexionar sobre las cosas que sucedieron todo este tiempo con Paisajes Conectados y que lo llevaron a él a expresar, no solo con firmeza sino también con cariño, esas palabras: “Nos sentimos escuchados”.

 

Víctor es un hombre cauto. Lo noté por la forma en que escucha a todos antes de hablar; hace profundos análisis sobre la política local, sobre la economía de la región, sobre el proceso de paz y lo que representa para su gente. Es una persona reconocida en el Bajo Caguán. La comunidad lo escogió para llevar su voz a otros lugares, para liderar organizaciones. Es un hombre al que los demás escuchan y, me atrevería a decir, siguen. Es un líder comunitario. Tal vez por eso su afirmación fue el detonante de mis recuerdos y de mi reflexión sobre Cartagena del Chairá, municipio en el que habita. Ahora pienso en lo que ha sucedido durante casi cinco años por cuenta del paso de Paisajes Conectados y del Fondo Acción por Belén de los Andaquíes, San José del Fragua, Solano y Cartagena del Chairá.

 

Primeros pasos:

Belén de los Andaquíes

Antes de formar parte del equipo de Paisajes Conectados, también monitoreaba proyectos. Había viajado por esa misma carretera destapada que desde Belén de los Andaquíes asciende hasta el caserío Los Ángeles; en esa ocasión pasé por la vereda Las Minas, de camino al resguardo indígena La Cerinda. Esperaba hacer bien mi trabajo y rogaba por no encontrar más que unas matas de coca de uso tradicional. Esperaba decir que las personas que visitaba cumplían con el compromiso de mantener las veredas libres de coca. Ese era mi trabajo: recorrer caminos y verificar que los cultivos de coca habían sido arrancados.

 

En esa época, mientras caminaba por una vereda en Caquetá o en cualquier otro lugar del territorio nacional, buscaba en el paisaje un tono verde limón muy brillante: el tono de los arbustos de coca. Esto era un poco complicado para mí, porque me distraigo con el movimiento de las copas de los árboles. Bueno, en realidad me distraigo hasta cuando pasa una mariposa, pero en fin… Buscaba pero no quería encontrar, porque mi hallazgo significaría que se sancionaría a todas las familias y no recibirían dinero para invertir en las fincas. Era posible que las sacaran del proyecto.

 

Disfrutaba mi trabajo porque gracias a él conocía lugares ocultos del país, hablaba cada día con diferentes personas; sin embargo, recuerdo que muchas veces me molestaba ver que en todas las fincas entregaban lo mismo: una fumigadora de espalda, bultos de abono, unas semillas… Como si todas las fincas, las personas o los proyectos fueran iguales. Nada que hacer: así estaba planeado y presupuestado.

 

Este viaje era diferente, el primero de muchos que haría con Paisajes Conectados. Iba a una jornada de caracterización veredal que Amazon Conservation Team (ACT), el socio ejecutor del Fondo Acción, llevaría a cabo en la vereda Las Minas. La caracterización veredal era el primer taller que se hacía con las familias. Entre todos revisábamos cómo estaban el territorio y las fincas y, a partir de esa revisión proyectábamos, con un dibujo sobre un mapa, la manera de conectar los bosques de la vereda.

 

Esta vez mis ojos no estaban enfocados en el verde limón de la coca. En esta ocasión pude disfrutar las copas verde oscuro de los árboles; el movimiento de las hojas largas y claras de la guadua, que parece que arrullan la quebrada; el pasto, las vacas, los cultivos… En esta oportunidad, los árboles que antes me distraían eran la razón por la que estaba de vuelta en Belén de los Andaquíes.

 

La jornada transcurría tranquilamente. El equipo de técnicos empezó a hablar de una alternativa para conectar los bosques con un lenguaje sencillo, por medio de historias, dinámicas y reflexiones; explicaba el concepto de conectividad y facilitaba la conversación y los movimientos del grupo para que, esta vez, los trazos para conectar el bosque los hicieran hombres, mujeres y niños que habitaban la vereda.

 

Los abuelos recordaban la historia y luego la contaban: la manera como, poco a poco, se hicieron las fincas en la vereda Las Minas, los días de camino para ir hasta Belén, los relatos de caza y pesca. Los niños coloreaban de rojo el techo de la escuela; con plastilina y colores, modelaban y coloreaban los árboles. Los adultos reían mientras dibujaban y coloreaban sus fincas, y entre chistes y reclamos revelaron quién tumbó más bosque. Además, planeaban cómo unir los pequeños bosques que aún quedaban en las fincas y que protegían tímidamente las quebradas y ríos.

 

Yo observaba, preguntaba, y ayudaba a dibujar o colorear el mapa de la vereda. También me comía los buñuelos de la merienda, que, por cierto, ¡estaban buenísimos! Y mientras coloreaba, de pronto se me ocurrió una brillante idea: “¿Por qué no unen estas dos manchitas de bosque por aquí?”, dije, señalando un espacio que había entre dos fincas.

 

Inmediatamente me miraron y se rieron. Yo me preguntaba: “¿Estaré diciendo alguna bobada?”. Al parecer, sí. “Lo que pasa es que el dueño de esa finca no está aquí y no podemos decidir por alguien que no está”, me explicaron. Obviamente, yo no sabía que este personaje no estaba. Si la propuesta de conectividad de esos bosques se hubiera diseñado solo con una imagen satelital de la vereda y pensando únicamente en la forma más efectiva (de acuerdo con la imagen) de unir los bosques, fijo el trazo habría quedado sobre esa finca. ¡Tremendo problema para hacer realidad los planes!

 

No dejaba de pensar en la manera tan natural como estas familias empezaron a hablar de conectividad de bosques, un concepto con el que me familiaricé cuando inicié mi trabajo en Paisajes y tardé un tiempito en comprender.

 

Al final no hubo líos. El mapa de la vereda quedó listo y todos estuvieron de acuerdo en comenzar a trabajar desde cada finca los corredores de conectividad. Aunque la jornada terminó más tarde de lo que esperaba, no me importó. Estaba ilusionada. El paso siguiente era el plan de finca, y desde ese instante me imaginaba lo que sería aquella construcción de sueños y proyectos familiares.

 

En mis anteriores trabajos socialicé proyectos y presté asistencia técnica en fincas, pero nunca tuve la oportunidad de sentarme, acompañar y ayudar a diseñar la finca de los sueños. Antes, el libreto estaba escrito; ahora podía participar, podía aportar algo a los escritores y protagonistas, podía soñar con ellos con la certeza de que parte de ese sueño se haría realidad.

 

Ahora en Cartagena del Chairá:

la agenda comunitaria

Un año después del viaje a Belén de los Andaquíes, del reencuentro con la vereda Las Minas y del verde bosque caqueteño, estaba frente a una nueva ruta. Nuevos pasos. Con la experiencia ganada junto con el ACT en Belén de los Andaquíes y San José del Fragua, el Fondo Acción había iniciado la implementación directa de un proyecto en fincas de Solano, antes lo hacía por intermedio de otras organizaciones. Ahora era el turno para Cartagena del Chairá. Iniciamos con la agenda comunitaria del núcleo 2, sector Camelias.

 

Meses atrás, Enrique y yo habíamos hecho una visita a Cartagena del Chairá, el municipio que estaba en boca de los estudiosos de los bosques en el país: la razón de su protagonismo es que tenía una de las tasas más altas de deforestación. Además, era reconocido por la presencia de coca y de las FARC en su territorio. En aquella ocasión viajé también con Rodrigo, un caqueteño de más de cincuenta años, ingeniero agrónomo que llegó a Remolino del Caguán en la época de bonanza de la coca para trabajar con cacao. Vivió allí unos años y, siempre preocupado por la región, buscaba oportunidades para apoyar a los pobladores del Bajo Caguán. Rodrigo fue el primer contacto con los líderes de las siete veredas que ahora están vinculadas a Paisajes Conectados. Él nos acompañó a iniciar esta nueva etapa.

 

Entonces estábamos Enrique, que era el subdirector del programa, coordinador técnico, especialista ambiental (espero que no se me olvide ninguno de los cargos que tenía en ese momento); Andrea Bibiana Carolina, la especialista en gobernanza, quien de manera muy seria pedía que solo la llamaran Andrea, y yo, responsable del monitoreo. Habíamos viajado dos días por aire, tierra y agua para cumplir la cita con los líderes del núcleo 2.

 

En ese viaje éramos como los mosqueteros: ¡uno para todos y todos para uno! Estábamos lejos, incomunicados, sin noticias de la casa la mayor parte del tiempo, rodeados de muchas personas que no conocíamos. Andrea se había alejado una semana de sus hijos para estar allí, al frente del cañón, y no sería la única vez que lo haría para trabajar en este proyecto comunitario.

 

Andrea, solo dulzura y positivismo, tenía una carga de energía que alcanzaba para mover muchos corazones. Enrique es tranquilo y conciliador, y yo, de apariencia tranquila, siempre estaba afanada para que todo estuviera listo. No hay duda: éramos como los mosqueteros.

 

Como buenos mosqueteros —muy atentos—, esperamos la llegada de los quince  líderes de las veredas del núcleo 2 para hablar sobre la agenda comunitaria. Entre ellos estaba Víctor, que con solo tres palabras me puso a pensar y a recordar mi viaje de casi cinco años por el programa. Ese día lo vi y lo escuché por primera vez. Me di cuenta de que si bien en ocasiones parece distraído porque cierra los ojos o baja la cabeza como si no estuviera interesado en lo que sucede, en realidad está pensando, escuchando y reflexionando para después hablar como un maestro.

 

Nuestra misión era facilitar la elaboración de la agenda comunitaria para el núcleo 2, sector Camelias. ¿Una agenda comunitaria? Esa pregunta me rondaba la cabeza una y otra vez, pues era algo nuevo para mí y para todos, ni siquiera conocíamos una agenda comunitaria elaborada en otro sitio. Pero para estos líderes comprometidos, era una manera de ser escuchados, de mostrar que el Bajo Caguán era más que coca y conflicto armado; era una forma de manifestar su interés por la protección del bosque y el cuidado del agua, de expresar su inquietud frente al “runrún” de exploraciones mineras y de manifestar que no se sentían tranquilos por las más de 11.000 hectáreas de bosque taladas el año anterior en Cartagena del Chairá.

 

Para el proyecto, apoyar esta iniciativa significaba dedicar más tiempo y recursos, diseñar nuevos talleres, buscar herramientas y metodologías para realizar un ejercicio adicional. Esto no era una caracterización veredal como la realizada en la vereda Las Minas de Belén de los Andaquíes ni tampoco un plan de desarrollo comunitario como los apoyados en las veredas de Solano.

 

Veredas y juntas de acción comunal hay en todo el país; hay leyes que las promueven y mecanismos que las regulan. En el caso de Cartagena del Chairá, Solano y otros municipios de Caquetá, además de las veredas existen núcleos que están formados por un grupo de veredas y tienen una organización similar a la de las juntas de acción comunal. También hay comités de trabajo, de conciliación, de mujeres y una directiva, pero no es una organización reconocida por las leyes ni que funcione en todo el país.

 

Sin embargo, el núcleo 2, al igual que los otros dieciséis núcleos de Cartagena del Chairá, era una organización comunitaria con autoridad. Los líderes habían madurado la idea de contar con su propia herramienta de gestión del territorio que estuviera a la altura de la importancia que el núcleo tiene en el Bajo Caguán. Aunque todo estaba preparado, yo no podía evitar sentir angustia por lo desconocido.

 

La jornada fue larga. Aprovechamos lo que nos servía del taller de caracterización veredal, apoyados en unas imágenes satelitales. Enrique y yo invitamos a hacer una reflexión sobre lo que sucedió con el bosque, la deforestación y la conectividad. Rodrigo lideró el análisis sobre el proceso de paz y los acuerdos de La Habana. Justo unos días antes había participado en una socialización de los acuerdos y tenía un material impreso, resumido y claro, de lo que era noticia nacional. Andrea dirigió ejercicios de fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas. Cada persona tuvo su espacio, así como su momento para reflexionar, hablar y reír.

 

Los líderes hablaron sobre paz, reconciliación, desarrollo rural, seguridad alimentaria, mujer, niñez, adulto mayor. Estos temas formaban parte de sus preocupaciones diarias y ahora eran parte de mis preocupaciones. Para ellos, los representantes de siete veredas, elegidos por la comunidad para hablar en su nombre, la agenda comunitaria era una herramienta de gobernanza diferente, innovadora, más cercana a ellos, más sentida, más propia.

 

Para mí también lo era. Tan innovadora era la agenda que yo estaba cabezona porque hablaban de paz con mucha insistencia, mientras yo pensaba en bosque y conectividad. Era lógico. Paisajes Conectados es un programa de conservación que busca detener la deforestación, no es un programa de derechos humanos, víctimas o paz, y bueno, yo hago el monitoreo. La relación entre el objetivo del programa y la actividad que se hace es muy importante para mí. Para los líderes, administrar su territorio estaba directamente relacionado con la implementación del acuerdo de paz.

 

A ellos les interesaba la conservación —claro que sí—, pero no era el tema prioritario. Yo me decía: “Esto tiene que resultar”. La energía y la ilusión de todas estas personas estaban, de alguna manera, en nuestras manos. Sentía que la entrada al territorio estaba en juego porque era la primera actividad que Paisajes Conectados realizaba en el Bajo Caguán. Por eso era muy importante que saliera bien.

 

Yo pasaba de hacer las memorias de lo que sucedía a conversar con algún despistado, de ayudar a servir el refrigerio a orientar algún ejercicio del taller. Después me ponía a recoger las firmas para el listado de asistencia, que casi olvido y que, además, fue todo un logro porque en la mirada firme de los participantes se percibía algo de desconfianza cuando pedía que me firmaran la asistencia.

Víctor después me contó que esas firmas eran algo muy significativo porque allá nadie firmaba listados por desconfianza: no querían ser engañados con promesas falsas ni prestar sus firmas para legalizar dinero que nunca verían.

 

Pasaron dos días de trabajo duro. Yo seguía cabezona, pero sin razón, porque todo tomó forma. Estaba listo el contenido de la agenda. Y sí, señor, la paz era prioritaria, pero también la preservación y el uso sostenible de los recursos naturales. Este principio no era independiente; se encontraba al final del último renglón de los principios temáticos de la agenda comunitaria, pero estaba. ¡Hurra! Mi cabeza recuperó su tamaño normal.

 

La portada de la primera edición de la agenda tiene la fotografía de todos los que participamos en esa jornada. Aparece Víctor sonriente. En la parte superior, hay un guara como logo del núcleo 2, sector Camelias. Los líderes escogieron como imagen a este pequeño mamífero, que vive en la selva y es muy ágil para moverse en ella. Reían mientras contaban que se sentían identificados porque aprendieron a moverse velozmente para lograr lo que buscan. Enseguida, encerradas en círculos, aparecen la flor del maraco, la ceiba y el guara, especies que consideraron insignias del núcleo 2, sector Camelias. En la parte inferior, en letras blancas y grandes, se lee “AGENDA COMUNITARIA”, y enseguida: “Un ejercicio de construcción de paz para promover el desarrollo humano y sostenible del Bajo Caguán”.

 

Un año después se imprimió la versión actualizada de la agenda. Andrea había conocido a un profesor muy bueno en temas de gobernanza y él, feliz, había trabajado con los líderes para actualizar el documento; ahora trabajaría con líderes de todas las veredas del núcleo. Víctor, quien hace un año pertenecía a la directiva del núcleo 2, ahora era el presidente del núcleo. En la portada de la agenda aparecía nuevamente la foto de los participantes, pero en esta ocasión dos mujeres de la comunidad formaban parte de la historia: Isneda, la secretaria del núcleo 2, y Dolly, la presidenta de la junta de acción comunal de Remolino del Caguán.

 

Cuando vi la nueva impresión de la agenda, mis dudas se acabaron. El logo ahora era un tucán que representaba a todo el núcleo 2 del Bajo Caguán.

 

Y al abrir la agenda, ¡me sorprendí! Uno de los principios eran la sustentación, rehabilitación y sustentabilidad de los ecosistemas estratégicos. Abrí la boca. ¡Hurra nuevamente! La conservación pasó de estar en el último renglón a convertirse en un principio, a ocupar un renglón principal. La flor, la ceiba y el guara también permanecían allí, ahora acompañados de una ruta de gestión.

 

No necesitaba más evidencia del poder que tiene escuchar, acompañar, permitir que un grupo de personas crezca a su ritmo, con sus ideas. La importancia que tiene que el facilitador de procesos comunitarios acepte que no hay fórmulas definitivas para el desarrollo humano; así atiende, aprende y enseña mucho más. Era la segunda muestra que observaba del poder transformador de escuchar, construir y actuar en consecuencia.

 

La finca:

dibujar un sueño

Era hora de hacer la caracterización en la vereda Miraflores e iniciar con los planes de finca en Cartagena del Chairá. Lo aprendido en Belén de los Andaquíes se adaptó a la nueva geografía y ahora la escuela de Miraflores era el escenario de trabajo. En esta ocasión la jornada fue más corta, porque en esa vereda solo vivían cuatro familias.

 

Cuando terminé, Víctor me acompañó a la finca de don Emilio. Allí construiríamos con la familia la primera parte del plan de finca, que era básicamente un retrato a mano alzada del estado actual de la finca con sus bosques, potreros y la casa. A partir de eso, analizaríamos las fortalezas, debilidades, oportunidades y amenazas; con esto listo, podíamos proyectar la finca a diez años. Hacer el mapa de la finca de los sueños. El mapa de la finca con sus sueños y nuestro apoyo.

Don Emilio es un campesino caucano que, como muchos, llegó a la vereda Miraflores en el tiempo de la coca. Es un hombre curioso: pregunta, le gusta aprender. Participó en la jornada de construcción de la agenda comunitaria, por lo que yo le llevaba como primicia un borrador de la agenda impreso en hojas de carta para que lo revisara. A él le pareció bien. “Pues parece que sí dice lo que hablamos allá en Palmichales”, dijo.

 

Cuando lo escuché, descansé. Sabía que ese era un paso más para ganarme la confianza de la gente. Además, había que imprimir pronto la agenda para avanzar, y es cierto que mi prioridad es la gente, pero siempre hay compromisos con el que dona el dinero para el proyecto y es necesario cumplir con las metas. Claro que Andrea ya tenía todo bajo control y seguro reportaríamos ese avance en el informe.

 

De camino a la finca de don Emilio, nuevamente distraída tomé fotos de los árboles; no lo puedo evitar, ¡me encanta el verde!

 

El combo era grande porque Ana y Rafael venían con nosotros. Ella, una mujer muy joven, berraca, formada como veterinaria y zootecnista, y él, líder comunitario, presentado por el núcleo 2 y elegido promotor campesino para acompañar el proyecto. Ahora eran parte del equipo.

Por el camino conversé con Víctor sobre los dueños de las fincas y sobre la escuela. Me parecía muy triste que no hubiera niños porque en la vereda solo vivían cuatro familias: sus hijos ya se habían ido o estudiaban en Remolino del Caguán, el caserío que se encuentra sobre el río Caguán, veinte minutos abajo de Puerto Pastuso. Así llaman al puerto más cercano de la vereda Miraflores porque la vereda estaba habitada por nariñenses en la época de bonanza de la coca.

 

Mientras nos acercábamos recordé que, cuando conocí a don Emilio, me preguntó qué les daríamos para las fincas y cuánto dinero era eso, preguntas que hizo de nuevo durante la caracterización. La respuesta fue siempre la misma: “No sé exactamente, todo depende de cómo encontremos la finca”.

 

Él me miraba fijamente y apretaba los labios, como atrapando las palabras para que no se le escaparan de la boca. Miraba hacia arriba y me volvía a mirar con la misma expresión. Imagino que la respuesta no le gustó, pero en realidad no tenía otra. Simplemente no había. Todo dependía de la finca y del trabajo que hiciéramos durante la planeación. No existía un libreto.

 

Listo. GPS en mano, empezamos a recorrer la finca. No habíamos caminado ni cien metros cuando don Emilio me dijo:

 

—Bueno, usted me va a enseñar, ¿cierto? Présteme ese GPS.

 

Yo, con un poco de risa, feliz por ese momento que me daba la vida, le pasé el aparatico y comencé a explicarle. Resultado: él tomó las coordenadas de los bosques y nacimientos de agua, le dictó los datos a Víctor y me contó que cuando joven había manejado un GPS, aunque era muy distinto de este. Víctor, que también estaba engomado con el GPS, lo miraba y se reía mientras le decía:

—Hombre, Milo, deje que Andrea haga eso que ya está tarde.

 

Don Emilio respondía desde lejos: “Pero se van a quedar aquí, ¿cierto? ¿Y luego ella no nos va a enseñar?”. Como quien dice: “Deje el afán que ya no van para ninguna parte”.

 

Yo los miraba y me reía. Este par, que tenían entre los dos más de un siglo de vida, parecían niños con juguete nuevo.

 

El recorrido por la finca terminó. Yo estaba encantada con el interés de don Emilio y Víctor, y andaba pendiente de Ana y Rafael, que se habían ido a la finca vecina, pero regresaban a dormir. Don Emilio hablaba y hablaba mientras le pedía a la señora Gilma, su esposa, que nos sirviera la comida. Yo no sabía qué hacer para que se sentara a terminar el mapa de la finca. Me pareció que tal vez funcionaría si yo avanzaba con el croquis y algunas divisiones de potreros. Él, además, no quería tomar el lápiz.

 

Después de tener el croquis, ubiqué la casa. También dibujé los bosques, que eran la mitad de una finca de cien hectáreas. Después, el turno fue para los potreros. De repente, un silencio. Don Emilio se rascó la cabeza: siempre hace eso cuando algo no le parece bien.

 

 “Humm, Andrea, pero eso está mal”, dijo mientras miraba el mapa. Pasaba el dedo sobre la cartulina como tomando medidas, giraba la cartulina, pero nada… Eso no cuadraba. Yo había hecho una división un poco extraña y los potreros estaban desproporcionados. “Venga a ver si lo cuadro”, me dijo don Emilio, y tomó el lápiz que hace unos minutos no quería ni mirar. Él terminó de dibujar el mapa.

 

“Otra vez yo”, pensé. Creí que con el recorrido que había hecho ya tenía todos los elementos para dibujar la finca, pero no; una vez más, en mi viaje por este programa, noté la agudeza de la gente para observar, opinar y enseñar. Me sentía como rara, pues hace solo unas horas don Emilio me había preguntado si le iba a enseñar algo y yo sentía que sí. Estaba como la profesora corchada con la pregunta del estudiante.

 

Víctor, como siempre, observaba, se reía, callaba y pensaba. Mientras tanto, la señora Gilma llegó con una luz (no recuerdo si era una vela o una linterna) porque estaba oscureciendo. Ella se sentó con don Emilio a colorear el dibujo de su finca que yo había dejado un poco desproporcionado. En ese momento me tranquilicé, se me pasó la vergüenza por mi error al dibujar los potreros y ahora veía a don Emilio y a la señora Gilma que, con las manos grandes y llenas de callos por el trabajo en el campo, coloreaban y se reían dibujando lo que faltaba en el mapa. Por supuesto, no perdieron la oportunidad de sabotearme por el error. Ese era el inicio de la construcción de la finca de los sueños.

 

Unos meses después, volví a la finca de don Emilio y la señora Gilma. En esa ocasión me encontré con David, el hijo de la pareja, que en ese momento les ayudaba en la finca. Don Emilio, orgulloso, me mostró el aislamiento de una pequeña quebrada y unas divisiones de potreros, seguramente las que yo dibujé mal. Me llevó a recorrer el bosque: contaba, con orgullo, que nunca lo había tumbado. Me mostró los árboles que sembró para conectar dos bosques. Él esperaba que crecieran y que la entrada a su finca se viera muy hermosa. Me contó también sobre el oso hormiguero que una vez vio cerca del camino y los planes para arreglar el corral del ordeño, con el fin de que le quedara más cómodo para trabajar. Sacaba pecho mientras hablaba de la finca y de sus planes.  Mientras hablaba de la finca de sus sueños.

 

Ahora, después de un recorrido por mis pasos en Paisajes, siento que he aprendido mucho del ACT, de los técnicos y campesinos, de líderes comunitarios y de mis compañeros. Entiendo que la afirmación de Víctor “nos sentimos escuchados” está relacionada con el tiempo que tomó el programa para hablar con las personas de cada vereda y de cada finca. Escuchar la historia de la región, el anhelo de paz y las opciones para alcanzarla, las ideas para mejorar las fincas, las historias de vida personales y los llamados de atención frente a los errores cometidos.

 

Recuerdo que le pregunté a Víctor:

 

—¿Por qué te sientes escuchado?

 

Y él respondió:

 

—Porque podemos conversar como iguales.

 

Creo que de esto se trata: de construir juntos, de tratar de entender la historia de una comunidad y de tomar riesgos para construir sin imponer.

 

Construir juntos es que todos crezcamos mientras buscamos que las fincas mejoren y ese cambio permanezca; que las herramientas de gestión, como la agenda comunitaria, cambien y tengan versiones que respondan cada vez más al movimiento de la gente. No hay fórmulas, hay certezas. Y Víctor lo sabe: la clave es escuchar realmente y actuar en consecuencia.