Del escritorio a la realidad del campo

 

Por Nubia Bonilla

 

 

 

 

Entre muchos documentos y carpetas, comencé a elaborar contratos para el programa Paisajes Conectados - Caquetá en diciembre de 2014. Nombres como César, Jhon Jairo Vargas, Evelio, Éider, José Gregorio, Adriana, Carlos Julio, y objetos como profesional de desarrollo rural, promotor, arrendamiento, profesional social, actividades, productos y cifras iban y venían; lo único que me parecía extraño era que los documentos siempre volvían arqueados o arrugados y, algunas veces, incluso sucios. Las hojas arrugadas significaban para mí falta de compromiso. En mi mente aparecía la misma pregunta: “¿Así serán para cumplir?”. Pero solo me bastó con una visita a Solano (Caquetá) para comprender la razón por la que eso ocurría.

 

Antes de ese viaje, pensaba que en Solano había las mismas facilidades que tenemos en Bogotá; es decir, oficinas de correo certificado como Servientrega, internet, computadores e impresoras todo el tiempo en funcionamiento. También imaginaba una selva frondosa, con casas y personas marcadas por el conflicto armado, desconfiadas, incrédulas, sin esperanzas y aguardando a que las ayudas llegaran sin hacer ningún esfuerzo.

 

Mi primer viaje a Solano fue una aventura que se desarrolló entre dos sentimientos muy diferentes: por un lado, estaba el miedo a un secuestro o a la muerte, pues Caquetá es un

departamento en el que el conflicto marcó la vida diaria de sus habitantes durante las décadas de los noventa y dos mil, y por el otro, estaban las ganas de conocer el hermoso paisaje de la zona, con árboles frondosos y ríos grandes y caudalosos que me describían mis compañeros.

 

Cuando llegamos al río Orteguaza comencé a entender que esta travesía iba a incidir en mi forma de ver el mundo y de concebir los trámites jurídicos, puesto que desde la ventana de mi puesto, en el piso 27 de un edificio en Bogotá, todo es posible y fácil de lograr; en cambio, en este lugar, el río ya por sí mismo era un desafío. Antes pensaba que las personas no enviaban los documentos a tiempo por pereza o porque realmente no les interesaban sus contratos.

 

Mientras esperábamos en Florencia la lancha que nos llevaría a Solano, vi que mujeres, hombres y niños la abordaban rápidamente, y que los ayudantes subían gallinas, pescados, cajas, comida, dinero y documentos. Esthercita me explicó que ese medio de transporte era el Servientrega de Solano y en aquel momento entendí por qué algunas veces las hojas de los contratos llegaban embarradas: resulta que los documentos sufrían los rigores del río, como las entradas de agua o lodo en los ascensos y descensos de las personas en los puertos, la lluvia, los animales, comida y encargos. Pensé, pues, que por la misma situación las hojas llegaban arqueadas como el puente de mi violín, pero no.

 

En el largo trayecto en lancha hicimos dos paradas: una para desayunar huevos con chocolate y la otra para registrarnos en el libro de visitantes ubicado en el puesto de control del Ejército en la base militar de Tres Esquinas. Ahí verifican quién visita la zona y para qué va, como parte del cumplimiento de sus obligaciones de control y protección del territorio y sus habitantes. Menos mal hicimos esas paradas, porque la silla de la lancha ya me estaba cobrando arriendo y no aguantaba un minuto más sentada. Afortunadamente, ese día el sol nos acompañó todo el tiempo.

 

Luego de más de tres horas en lancha por el río Orteguaza, en las que pude ver cientos de árboles, plantas y aves a lado y lado de la ribera, llegamos a Solano. Por fin los contratos tuvieron rostro. Por primera vez vi a Jhon Jairo, Éider, José Gregorio, Evelio y César Monje, y conocí la oficina cuyo contrato de arrendamiento elaboré. Esos rostros eran muy distintos de los que yo imaginaba: rostros fríos, tristes, sin esperanzas; me encontré con personas cálidas, que tenían ánimo de trabajar por su región. No esperaban que el Estado les diera todo.

 

Al llegar, Jhon Jairo dejó unas hojas encima de la mesa en la que estábamos trabajando y en menos de dos minutos quedaron dobladas. La explicación era simple: por cuenta de la humedad, en pocos segundos cualquier hoja quedaba como una u o como la sonrisa que se dibujaba en los rostros de Jhon Jairo, Éider, José Gregorio y Evelio, nuestros promotores.

 

Trabajamos todo el día en temas administrativos, y explicamos la importancia del cumplimiento de los contratos, cronogramas y trámites administrativos. Caída la tarde me asomé a la puerta de la oficina, y de pronto vi cómo el Ejército estaba en todas las esquinas; el miedo volvió a mi mente. Recordé que cuando estaba en el colegio fui a visitar a mis tíos en Gachalá: la semana anterior la guerrilla había hostigado el pueblo y por eso todas las casas tenían impactos de bala. Mi tío José, que era el comandante de la Estación de Policía, nos dijo que si escuchábamos ruidos nos escondiéramos porque el pueblo estaba militarizado.

Finalmente, fuimos al hotel a descansar. Este tenía un olor muy particular, como a fruta podrida, pero igual no había de otra. No sé cuál fue mi expresión cuando entré a la habitación y me di cuenta de que la cama era como una tina enchapada, pero con colchón. “Ni modos de correrla”, me dije. Me sentía como en una tumba, pero dormí bien; además, del techo colgaba un velo que no tenía ni idea para qué era. Decidí salir y preguntarle a Enrique por el velo. Él me explicó, entre risas, que eso era un mosquitero, y rápidamente me dio un curso de cómo amarrarlo y usarlo. El mosquitero evitó que los zancudos se dieran un banquete conmigo.

 

La otra sorpresa me la llevé a medianoche, cuando el ventilador dejó de funcionar y empecé a sentir un calor infernal que no cesó hasta la mañana siguiente, cuando me tuve que bañar con agua fría. Andrea me contó que todos los días quitaban la luz desde la medianoche hasta las seis de la mañana y que incluso había días en los que el fluido eléctrico no llegaba, razón por la que los contratistas no podían enviar mails ni imprimir, luego de volver de sus jornadas de campo.

Después de conocer todas las adversidades que debían sortear los contratistas y beneficiarios del programa para cumplir con sus obligaciones, y luego de trabajar con ellos durante dos días, me di cuenta de que se trataba de personas capaces de cumplir con sus compromisos y de hacer realidad sus sueños, los de su familia y los de la comunidad, pues el río, el conflicto y el abandono estatal no eran excusas para dejar de hacer lo que debían hacer. ¿Y qué era eso? Para mí, trabajar por construir un país mejor, aportando con su labor mejores condiciones de vida para los habitantes de su región, sin esperar subsidios a perpetuidad y sin generar sentimientos de lástima, sino con un gran compromiso y sentido de pertenencia. En este punto es importante manifestar que parte de ese crédito se lo lleva el equipo: Esther, Andrea Montero, Andrea García y Enrique. Ellos se encargaron de enseñar, escuchar y buscar soluciones junto a los contratistas y beneficiarios del proyecto, metodología que permitió que ellos se apropiaran de su territorio y del proyecto.

 

En el trayecto de vuelta en lancha llovió todo el tiempo. Aunque la lancha tenía carpa, de un momento a otro vi cómo un chorro de agua me mojó completamente. Y no solo a mí, sino también a mi compañera de al lado, una mujer alta, fornida, que llevaba a su bebé en brazos y unos documentos al lado. El agua se había entrado porque Silvio, el coordinador de Niñez del Fondo Acción, que iba al lado de la ventana, se había dormido y con el brazo sacó la carpa hacia el río, por lo que este se abrió paso hacia dentro con toda su fuerza, mojando lo que encontró en su camino. “No hay peor sensación que estar mojado de pies a cabeza”, pensé, y recordé aquellas arrugas en los documentos que recibía con letras corridas, similares a las que usan en los avisos promocionales de las películas de terror.

 

Después de ese viaje aprendí que es necesario flexibilizar algunos trámites y el lenguaje de los abogados, ya que es necesario conocer y comprender el contexto en el que se desarrollan los proyectos: definitivamente, no es lo mismo vivir en Bogotá con todas las facilidades que estar en Solano, donde los trayectos en lancha para ir al Servientrega de Florencia cuestan $120.000, aproximadamente. Por ello, con el tiempo se cambió el lenguaje en las minutas; se hizo más sencillo y empezamos a consultar los antecedentes nosotros mismos. Además, empezamos a enviar y recibir los contratos por medio digital y solo los liquidamos si presentan diferencias en el balance económico.

 

 Adicionalmente, tomamos documentos del archivo y de contratos anteriores para nuevos procesos. Todos los cambios y métodos flexibles se han pensado en beneficio de los contratistas y beneficiarios, pero siempre actuando conforme a lo establecido en la ley.

 

Durante estos años he podido observar cómo crece el equipo, pero sobre todo cómo se han fortalecido en los ámbitos técnicos, financieros y jurídicos. Hemos entendido que no es lo mismo estar en un escritorio en Bogotá, donde es posible acceder fácilmente a los servicios de internet y mensajería, que en Caquetá, con bellos paisajes pero sin acceso económico, oportuno y fácil a esos y otros servicios.

 

Hoy, al ver los contratos arqueados, recuerdo las historias que están detrás de ellos y sonrío al pensar en el lindo proceso que esta gente se atrevió a vivir conectando sus paisajes. Me alegra saber que pude contribuir haciendo más sencillos los trámites para que los contratistas y beneficiarios destinaran su tiempo y recursos a otras actividades.