Mi primer viaje a campo

 

Por Jhon Jairo Vargas

 

 

Tengo el recuerdo tan claro como si hubiera pasado ayer: el 11 de mayo de 2015 hice mi primer viaje a campo en el municipio de Solano. Nos dirigíamos del centro poblado del municipio a la vereda La Reina, del núcleo Las Mercedes, para socializar por primera vez los objetivos del programa con las comunidades campesinas de ese núcleo.

 

Solano está ubicado a tres horas de distancia por vía fluvial de Florencia, capital del departamento de Caquetá; allí el programa Paisajes Conectados realizó su primer viaje a campo con su equipo técnico, conformado por César Monje, biólogo y coordinador del programa; Adriana Castillo, psicóloga, y yo, Jhon Jairo Vargas, ingeniero agrónomo. Por aquella época, el invierno comienza a intensificarse, y las fuertes lluvias que caen constantemente incrementan el nivel de los ríos y quebradas. Ese día, desde la pequeña oficina situada en una vieja casa frente al muelle, veía cómo el majestuoso río Caquetá, serpenteando por entre el bello paisaje de lomerío, bosques y pastizales, se llevaba a su paso restos de árboles inmensos arrancados por la furia de sus aguas y otros que quizá fueron talados para la siembra de pasturas, cultivos de pancoger o de coca.

 

Ya había amanecido, pero el fuerte aguacero que había comenzado a caer desde la noche anterior aún seguía. Los tres estábamos emocionados por nuestra primera entrada a campo. Empacábamos en bolsas casi herméticamente selladas papel periódico, marcadores, cinta de enmascarar y formatos de encuesta de línea base, impresos en hojas tamaño carta, materiales con los que trabajaríamos durante una semana. Al mismo tiempo nos preguntábamos qué encontraríamos durante el recorrido: quizá las talas de bosque donde vivían los árboles que ahora navegaban río abajo o tal vez inmensos cultivos de coca. Y aunque yo no lo decía,  imaginaba ver serpientes gigantes (anacondas) o, en términos más locales, como la llaman los pobladores, pensaba que nos toparíamos con “la boa”.

 

A las ocho de la mañana, el fuerte aguacero empezaba a aplacarse y con él se inició nuestro embarque en el puerto. Allí, Evelio Rincón y Éider Valderrama, dos campesinos habitantes de la comunidad a la que nos dirigíamos y a los que el programa contrató con el nombre de promotores campesinos para ser nuestros guías y apoyo logístico en campo, se sumaban a nuestra gran aventura. Mientras subíamos nuestros morrales en una canoa de madera que no superaba los seis metros de largo —se veía con claridad cómo se metía el agua por una grieta de la madera—, los dos campesinos decían jocosamente que la “conejera”, como ellos llaman a las inundaciones, apenas comenzaba, y que no nos asustáramos si, de pronto, alguno de esos inmensos árboles que llevaba el río se estrellaba con la canoa y el huequito por donde se entraba el agua de repente se hacía más grande.

 

En ese momento sentí que se me aceleraba el corazón y que las manos se me adormecían. “Si llega a suceder lo que estos campesinos dicen, no volveré a ver a mi hija ni a mi esposa”, pensé. Invadido por el temor de imaginar que un árbol de esos se estrellara contra la canoa y nos hundiéramos, ya no sentía la emoción de conocer esos paisajes hermosos y las familias que lo habitaban. Con el miedo recorriéndome cada centímetro del cuerpo, rápidamente pensaba en decirle al coordinador del equipo que me sentía mal, que me había enfermado… Pensaba en buscar algún pretexto para no subirme a esa canoa y hacer, quizás, el primer y último viaje por ese hermoso paisaje.

 

Mientras pensaba qué excusa inventar, le extendía la mano a Adriana, mi compañera de equipo, para ayudarla a pasar por una delgada tabla que funcionaba como puente para ir de las escaleras del puerto a la canoa. Al agarrarle la mano sentí cómo temblaba. Con voz entrecortada me dijo que tenía miedo de subirse en esa canoa tan pequeña, que veía que cada minuto el río crecía más y que si realmente pasaba lo que los campesinos habían dicho, entonces nos hundiríamos. En ese momento me confesó que estaba pensando en inventar una excusa para no ir al viaje.

 

Al escucharla y sentir su miedo, recordé que mi madre siempre me decía: “Hijo, cuando estés en un lugar y tengas miedo o estés en peligro, di siempre estas palabras: ‘La sangre de Cristo me protege’”. Pronunciadas estas palabras en mi mente, sentí cómo mi miedo desapareció. Con voz valiente le dije a mi compañera que estuviera tranquila, que no íbamos solos, que Dios nos acompañaría y estaríamos bien.

 

Finalmente, todos nos embarcamos, y como si fuera poco, para recordar de nuevo el miedo, Henry Aldana, el conductor de la canoa, nos dijo: “Siéntense y se están quieticos, no se vayan a mover mucho porque si no se mete el agua a la canoa y nos podemos hundir”.

 

Nos sentamos en unas tablas que habían fijado con puntillas a las dos paredes de la canoa. Luego nos pusimos los chalecos salvavidas y nos quitamos las botas plásticas; esto en caso de prevención, por si realmente nos hundíamos. Comenzó nuestro viaje aguas arriba por el río Caquetá, esquivando grandes árboles que eran arrastrados por la furia del agua. Unos kilómetros más arriba del puerto de Solano nos desviamos por el río Orteguaza, otro gran afluente que alimenta las aguas del majestuoso río Caquetá.

 

Después de unos veinte minutos de recorrido por el río Orteguaza, llegamos a la desembocadura de la quebrada El Sevilla, que se veía salir sigilosamente por entre la espesa selva amazónica —quién diría que es un afluente importante para los campesinos de nueve veredas del núcleo de La Mercedes, dado que es su vía de movilización para salir al casco urbano de Solano; el afluente también sería la vía que finalmente nos llevaría a la vereda La Reina—. Cuando empezamos a navegar por la quebrada, se nos olvidó la recomendación que nos dio el conductor de la canoa al embarcar. En ese momento, la alegría y la emoción que estábamos viviendo eran indescriptibles, pues ya comenzábamos a ver la exuberante selva amazónica, los inmensos árboles de los cuales pendían innumerables bejucos y, sobre ellos, plantas de bromelias con hermosas flores que engalanaban nuestro recorrido.

 

La lluvia ya se había detenido, y por entre las nubes se filtraban los primeros rayos del sol que, al chocar con el intenso color verde del exuberante bosque, proyectaba una gama arcoíris. El canto dulce de los arrendajos y las oropéndolas nos transportaba a un mundo de magia y naturaleza viva, en tanto que la belleza de las imponentes ceibas bongas que traspasaban el dosel de los demás árboles del bosque nos atrapaba como en un cuento de hadas. En ese momento, el coordinador del equipo pareció haber enloquecido: le gritó al conductor de la canoa que se detuviera, se levantó y, abriéndose paso en medio de nosotros, corrió a la parte trasera de la canoa para sacar su cámara y poder fotografiar los imponentes árboles.

 

Serían cerca de las nueve de la mañana cuando Adriana sacó de su maleta un paquete de galletas. Mirándonos a todos, dijo con voz jocosa: “Vamos a desayunar”. Levantó la mano para pasarme el paquete de galletas, pero de repente un bejuco cintura de mono se lo quitó; vimos cómo las galletas desaparecieron rápidamente entre el agua y la selva. Todavía nos faltaba cerca de una hora y media para llegar a la finca de don Henry Aldana, donde pernoctaríamos esa noche.

 

Continuamos nuestro recorrido por la quebrada cuando unos metros más arriba nos encontramos con un árbol caído lleno de bejucos, que nos impedía el paso. Don Henry empezó a buscar dentro de la canoa el machete para cortar el árbol, pero desafortunadamente se le había olvidado subirlo a la canoa. Comenzamos a pensar qué otra forma teníamos para poder cruzar. Le dijimos a don Henry que llamara a alguno de sus vecinos para que nos ayudara. “El más cercano está a una hora de distancia de aquí”, respondió. Lo más grave es que en esta zona no hay señal de celular, por lo que no pudimos hacer más nada; de repente, don Henry sugirió lo siguiente: “Esperemos hasta que baje la creciente de la quebrada y así podremos pasar con la canoa por debajo del árbol”. Por fin, a las cuatro de la tarde, la creciente disminuyó y pudimos continuar nuestro viaje. Con la caída de la tarde empezamos a ver muchos monos ardilla que saltaban de entre los árboles; parecía como si nos estuvieran siguiendo. En ese instante pensé otra vez en que quizá vería la anaconda, pero finalmente no nos topamos con ninguna serpiente gigante.

 

Pasadas las cinco de la tarde llegamos a la finca de don Henry, agotados y con hambre. Desembarcamos de la canoa y nos dirigimos hacia su casa: allí vivían su hija y su yerno, quienes no tenían ni la más mínima idea de que nosotros íbamos porque, como en la zona no hay señal de teléfono, don Henry no pudo informarles de nuestra llegada.

 

Entramos a la casa, nos quitamos los morrales de la espalda, tomamos agua y don Henry dijo: “Comida no hay porque no sabían que veníamos. Para la comida nos toca ir a coger un cerdo y matarlo”, explicó, al mismo tiempo que señalaba con el dedo hacia un potrero donde tenía sesenta cerdos sueltos. Adriana se quedó en la casa con la hija de don Henry, mientras los demás nos dirigimos al potrero. Después de unos veinte minutos logramos coger un cerdo que quedó atrapado en un chuquio —así les dicen los campesinos a los pantanos—. Amarramos el animal con un lazo, y don Evelio y Éider, los promotores campesinos que nos acompañaban, se encargaron de hacer el trabajo sucio de matar el cerdo y asar la carne. Mientras la cena estaba lista, el coordinador del programa y yo armamos los cámpines y las hamacas donde dormiríamos esa noche. Finalmente, a las ocho de la noche, llegó el momento más ansiado por todos: la cena. Claro que para nosotros no era solamente la cena, sino también el desayuno y el almuerzo.

 

Iniciamos nuestra cena y, simultáneamente, comenzaron a caer gruesas gotas de agua que rechinaban en el techo de zinc, anunciando así que se avecinaba un aguacero. A los pocos minutos, la lluvia era tan fuerte que parecía que el techo de la casa se fuera a romper. Recuerdo que los promotores campesinos decían que, si llovía toda la noche, lo más probable era que al día siguiente no podríamos reunirnos con los campesinos de las veredas que habíamos citado para socializarles el programa. Esto porque crecerían los caños La Pedregosa y La Raíz, y no los dejarían pasar al sitio de reunión.

 

A las cinco de la mañana del día siguiente ya no estaba lloviendo. Nos levantamos, recogimos los cámpines y las hamacas, y nos dirigimos a bañarnos a un nacimiento de agua —o “la moya”, como lo llaman comúnmente los campesinos— que estaba junto al potrero donde don Henry mantenía a los cerdos.

 

A las seis de la mañana desayunamos y nos dirigimos a abordar nuevamente la canoa de don Henry que nos llevaría hasta la escuela de la vereda La Reina, sitio donde llevaríamos a cabo la reunión. Allí esperábamos que asistieran todos los directivos de la junta de acción comunal, en promedio treinta y seis personas. A las diez de la mañana llegaron nueve campesinos y les preguntamos si en camino venía más gente. Su respuesta fue que no. Nos dijeron que ellos eran los presidentes de las JAC y que los demás directivos no asistirían porque ya estaban cansados de ir a reuniones de diferentes organizaciones que nunca los apoyaban con nada.

 

El coordinador del programa inició la reunión presentando al Fondo Acción como la ONG que representábamos, lo que hacía a escala nacional y lo que quería hacer en el territorio donde nos encontrábamos por intermedio del programa Paisajes Conectados. Los campesinos empezaron a decirnos que a ellos no les interesaba saber quiénes éramos o de dónde veníamos; que les dijéramos de una vez qué les íbamos a dar o que si éramos iguales a otros proyectos que llegaban a la zona, que les prometían entregarles un mundo de cosas, les hacían firmar hojas y nunca más volvían.

 

Me acuerdo de que el señor Henry Enríquez se levantó de su silla y dijo que nosotros éramos otros ladrones que íbamos a robarles su información y que ellos ya estaban cansados de tantas mentiras, que ya no confiaban en nadie. En el mismo instante, don Henry Aldana les dijo que en esta ocasión las cosas serían diferentes, que él ya conocía cuáles eran los objetivos del programa que se quería implementar, que con total seguridad sería una buena oportunidad para todos los campesinos y que lo más atractivo de todo era que no les habíamos llevado nada para darles, que lo que el programa buscaba era conocer cuáles eran las necesidades de cada familia, de dónde obtenían sus ingresos. Él les explicó que con cada familia se construiría un proyecto, a través del cual, de manera concertada, se entregarían los materiales de trabajo que la familia realmente necesitara.

 

En ese momento, notamos que los campesinos se tranquilizaron. Dijeron que si eso era verdad, entonces sí les interesaba escucharnos. El coordinador continuó con la socialización del programa y nosotros notamos que los campesinos se interesaban cada vez más por la propuesta.

 

A las cuatro de la tarde terminamos la reunión. Los campesinos se regresaron a su vereda con la misión de informar a sus comunidades la propuesta presentada y definir una fecha para que nosotros ingresáramos nuevamente al núcleo, pero esta vez para reunirnos con las familias de cada vereda.

 

Nosotros nos devolvimos nuevamente a la casa de don Henry, donde dormiríamos otra vez para emprender al día siguiente nuestro regreso por la quebrada El Sevilla hacia el casco urbano de Solano.

 

Tan pronto como amaneció, recogimos nuestras hamacas, armamos los morrales y nos embarcamos en el viaje de regreso. Ese día por fortuna no llovió; la quebrada ya no estaba crecida y el retorno fue más rápido. Durante el recorrido pudimos observar muchas especies de aves y de monos que nuevamente nos envolvían en un mundo mágico de naturaleza viva.

 

Cuando llegamos a Solano, hicimos una pequeña reunión de equipo para evaluar lo ocurrido en la reunión con los campesinos. Allí, don Evelio y Éider, los promotores campesinos que nos habían acompañado en nuestro viaje, nos dijeron que ellos estaban totalmente seguros de que el programa Paisajes Conectados marcaría la diferencia en el municipio, que los cupos que tenía el programa serían poquitos porque “Serán muchas las familias que van a querer vincularse”. Y, finalmente, así sucedió.